jueves, 15 de febrero de 2018

Soledad.

Tarde te diste cuenta de que hay cosas que rompen en silencio y que son las que más duelen la noche cae.
Cuando, de pronto, las miradas se convierten en estrellas que palpitan al ritmo de un cielo caído.
De un cielo vacío.
Sin estrellas. Pero con la luz de las miradas de los soñadores, de los enamorados y los solitarios.
Comprendes que, no todo lo que brilla es oro, ni todo lo que vale tiene precio. Sino, más bien, hay amores que son luz y detalles que valen por todos los billetes que tienes en la cartera.
Detalles, por ejemplo: estrecharle la mano a alguien que se ha caído, un buenas tardes con una sonrisa a alguien que ha tenido un pésimo día o abrazar a quien está roto.
Y te preguntas, ¿y quién vendrá a abrazarme a mí, a estos cristales rotos?
Y miras alrededor y no hay nadie, sino la misma soledad que te estrecha la mano y te da las buenas tardes.
Entonces, con el paso de las decepciones y las traiciones, vas aprendiendo que estar solo es un triunfo que solo los ganadores se brindan a sí mismos.
Y te abrazas.
Abrazas tu soledad.
Y lloras conjuntamente con ella.
Ella te dice: no estoy aquí porque no tengas a nadie, estoy aquí porque vengo a consolarte, cariño.
Yo nunca te heriré como lo hacen las personas.
La miras y tiene unos ojos dormilones preciosos.
Te vas enamorando, poco a poco, como las verdaderas historias de amor.
Quemas páginas y escribes, día, tarde y noche.
Simplemente, no puedes dejar de pensar en ella.
Imagen relacionadaIncluso cuando está al frente tuyo, no puedes detener tus pensamientos.
Un día miras a los dos lados y no hay nadie. Ni ella. Tu soledad se ha machado, piensas.
Enfrente hay un lago azul en donde se reflejan perfectamente las estrellas y la luna llena.
El ambiente no tiene sonido.
Lo que sí sabes es que existe una gran tranquilidad.
Bajas y te sientas en la orilla.
Metes tus pies en el agua y por alguna extraña razón te sientes liviano de peso.
Ya no pesan ni los puñales en la espalda, ni los problemas en los hombros, ni siquiera duele la infancia.
Un pájaro surca el cielo de noche y emite su canto.
Y piensas... estoy en el lugar correcto.
Te vas.
Luego de años, regresas al mismo lugar entendiendo casi toda la vida y entiendes que aquel pájaro era la soledad a la que le habías escrito unas alas enormes y bonitas, porque ella no merecía estar al lado de alguien como tú: tóxico, dañino e imprescindible.
Y, aunque le cosió unas majestuosas alas, la soledad decidió volar a su lado.
Sólo entonces, entendí de qué iba amar.
Y, en medio de una sonrisa, decidí caminar de la mano de ella, mientras se hacían pequeños en el camino, el sol descendía tras las montañas.
Y el último rayo, ese que marca la diferencia entre el día y la noche decidió llamarlo.
Soledad.
Y la veía en todos lados.

sábado, 3 de febrero de 2018

Lo odié

Voy a empezar escribiendo sobre el defecto de amarlo, de por qué me consideraron una suicida sentimental, de las razones por las que dejé toda mi vida a un lado para ponerlo a él de frente.
Como el capitán de la embarcación, pero aquella vez era el comandante de mis alas.
 Él me guiaba hacia dónde ir, el que predecía el mal tiempo.
Y, tormenta era verlo volverse loco y llorar como si nunca hubiese sentido felicidad.
Algunas tardes sus manos tiritaban y yo cogía un poco de mi fuego interno y las llevaba hacia mi barriga.
Él sonreía y yo parecía entender la vida.
Nos acurrucábamos como dos "abuelitos" que se quieres sin decirse nada y esperan algún día morir juntos.
Jamás me dijo te amo, en cambio, yo se lo dije trescientas cuarenta veces con la mirada.
Me rugía el alma por saber el misterio que guardaba detrás de sus pestañas.
Si era capaz de prenderle fuego a la lluvia o si era de aquellos que salían a ser parte de ella.

Un día, mientras acampábamos, me dijo: lo mío es ser de alguien. Una estrella, quizás.
Y yo le repetía, algún día podrás brillar como una.
Jamás leyó en mi mirada que para mí él ya era una, en cambio él siempre vio en mí un enorme asteroide que se acercaba cada vez más hacia él, con más fuerza, con más rapidez, con más violencia.

Lo vi desnudo y lo vi dormido. Vi cuán invencible era cuando se quitaba la ropa y cuán vulnerable era cuando dormía.
Resultado de imagen de chico y chica durmiendo abrazadosLo vi en todas sus facetas.
Siendo un animal y siendo un humano.
Siendo otoño y siendo huracán.
Vi más allá de lo que cualquiera se hubiese conformado ver. Y sentir. Cada día, al paso de las horas, mi amor por el crecía, pero también crecía el odio que empezaba a nace por él.
Empecé a odiarlo, por no corresponder a mi amor.
Por nunca abrazarme en mis malos días, cuando yo dejaba mis brazos en él cuando recordaba pesadillas.
Por todas las veces que me dijo que tenía que irse, mientras que yo perdí todos los trenes de vuelta a casa. Lo odié tanto como lo amé. En sintonía.
Se puede amar y odiar a alguien a la vez y al mismo tiempo.

Se desató una tormenta en mí y empecé a escribir. Cada vez más y mejor.
El personaje principal era él, a veces con nombre de chica, otras veces era un ser más abstracto.
Pero siempre llevaba su nombre incrustado en las características.
Esto es para ti, el chico que nunca me amó, para el que jamás me dijo que me quería ni me lo demostraba ni con un grano de arena, cuando yo le construí playas enteras, planetas y constelaciones; ara el que se conformaba con bajarme la luna, cuando yo lo llevaba a ella siempre que cerraba los ojos cuando me besaba.

Para el chico que nunca me amó, porque ya amaba a alguien más.
Entonces, yo fui asteroide y él una roca que, a raíz del colapso, se convirtió en estrella.
Esto es para ti, que siempre fuiste mi desgaste y en mi sexta vida te regalé la séptima.
Y no la valoraste.
Para el único chica que nunca tuvo ojos para mí, cuando todas mis miradas eran para él.
Dicen que para que el mundo se acabe tienes que contar hasta tres y cerrar los ojos, pues, déjame decirte que, mi mundo, sí, ese mundo tan pequeño que un día le enseñé bajo las costillas, estalló al tercer beso mientras la tarde caía, cuando mis labios empezaron a recitarle las heridas que él había dejado en mí y todas las letras que me había dejado para escribir.